Cultura y etnocentrismo I

Me declaro y reconozco una fiel defensora de los derechos humanos. Como mujer inmigrante defiendo el derecho a la igualdad, como comunicadora el derecho a la libertad de expresión; el derecho a la vida como ser humano, pero también el derecho a la educación como eterna estudiante, lectora e investigadora, a la vivienda como individuo independiente… Lo que nunca me había puesto a pensar en mi hacer respetuoso y defensor, es la posición desde la que uno mira y actúa. Es decir, hasta que no tuve la oportunidad de visitar un país con una cosmovisión totalmente diferente a la mía no me había enfrentado al reto de analizar determinadas cuestiones, y fue en ese momento en la que mi visión del mundo, basada en una educación bien definida y concreta, se puso en tela de juicio. O quisiera rectificarme: yo misma la puse en tela de juicio.

El etnocentrismo es la actitud o punto de vista por el que se analiza el mundo de acuerdo con los parámetros de la cultura propia. El etnocentrismo suele implicar la creencia de que el grupo étnico propio es el más importante, o que algunos o todos los aspectos de la cultura propia son superiores a los de otras culturas. Este hecho se refleja por ejemplo en los exónimos peyorativos que se dan a otros grupos y en los autónimos positivos que el grupo se aplica así mismo. Dentro de esta ideología, los individuos juzgan a otros grupos en relación a su propia cultura o grupo particular, especialmente en lo referido al lenguaje, las costumbres, comportamientos, religión y creencias. Dichas diferencias suelen ser las que establecen la identidad cultural.[1]

A diferencia de que seamos muy diversos, nos criamos convencidos de determinadas verdades. Desde que nacemos nos ubicamos debajo de un determinado orden de creencias, que son las imperantes en ese momento, las consensuadas en nuestra sociedad. Estas verdades se engloban en lo que los antropólogos llaman el nivel mítico, que son como las raíces de un árbol. Están en la base, mantienen el árbol anclado a la tierra para que no caiga y pueda nutrirse de alimento, ir llenando el saquito de conocimiento, historias, credos, dogmas, certezas, ideologías, supersticiones, verdades, formas de hacer, miedos…

A partir de estar enraizado, el nivel mítico se va creando en base de la absorción de información, que podríamos llamar paradigmas (modelos, arquetipos, pautas, verdades científicas, etc). Aunque seamos personas racionales, pensantes, capaces de analizar la realidad y hasta dignos de romper con determinados clichés, normas y definiciones, es muy complicado desmarcarnos del nivel mítico, porque lo tenemos internalizado.

Por ejemplo, yo soy latinoamericana, nací en América, y me crié en base a un paradigma occidental. Mi educación fue católica, moderada y con una visión sobre el mundo amplia; al menos eso fue lo que me contaron. Aunque viajé bastante por América Latina y me explicaron varias veces la relación intrínseca que mantienen los habitantes de un determinado sitio con la “Pacha Mama”, puede resultarme complicado comprenderlo del todo porque no forma parte de mi imaginario social.

Hablando a nivel asociativo, puedo intentar entender lo que significa la vida en comunidad, pero no la he vivido como tal. Apenas tuve la capacidad de independizarme, mi único objetivo fue vivir sola. No me crié en una sociedad en donde la vida comunitaria es esencial para la supervivencia de la especie, o en donde el saber de los ancianos es valorado porque resulta vital para la transmisión de la cultura. En nuestra sociedad apartamos a las personas cuando son mayores ya que creemos que aportan poco a nuestro tejido asociativo.

Cuando iba al colegio tenía una profesora de geografía que decía que la única manera de amar algo era conociéndolo. Ella abogaba porque pudiéramos saber el máximo posible sobre nuestro país y así, por regla de tres directamente proporcional, lo amaríamos. Verdaderamente no estaba muy desacertada, pero lo que la noble mujer no tenía en cuenta es que aunque se pueda conocer algo, eso no significa que seamos capaces de desarrollar un sentimiento interior verdadero. Siempre estaremos condicionados por un bagaje cultural propio que habremos mamado a lo largo de nuestra vida y que, de alguna manera, condicionará nuestra postura.

Aquí quisiera hacer una salvedad. Particularmente no creo que conocer y comprender una situación signifique respetarla realmente. Hablo de un respeto que deja hacer al otro según sus propias convicciones y realidades. La razón de esto, en mi humilde opinión, es que tenemos internalizadas ciertas verdades que operan a diferentes niveles, según las características de cada persona. Y estas verdades (el nivel mítico) existen en todas las culturas.

Entonces ¿cuál es la clave?

Creo que un buen punto de partida es empezar por darnos cuenta que nuestra mirada sobre los demás es parcial y, por tanto, está inevitablemente sesgada y condicionada por nuestro nivel mítico interno, aprendido y absorbido. Si somos conscientes de estas características evitaremos causar el impacto de un elefante en una chatarrería: romper sin intención real con determinadas dinámicas y formas de hacer de otros pueblos que no se sustentan sobre el imaginario occidental. No somos ni mejores ni peores, simplemente diferentes y comprender esas diferencias, sin intentar cambiarlas es la clave para lograr una existencia conjunta y común.